Tras el asalto al entonces cuartel Carlos Manuel de Céspedes (sede del Escuadrón 13 de la Guardia Rural), se desató una cacería humana contra los jóvenes revolucionarios, que devino asesinato de diez de los 25 asaltantes
Pocas veces en la historia de un país una misma ciudad ha tenido el privilegio de ser cuna de héroes, fragua de hechos identitarios para la nación, y, además, testigo de los gestos más altruistas de un pueblo.
Bayamo ya ostentaba esa condición cuando aquel amanecer de rebeldía, el 26 de Julio de 1953, se agigantó la epopeya escrita en la urbe.
Aquella propia jornada, tras el asalto al entonces cuartel Carlos Manuel de Céspedes (sede del Escuadrón 13 de la Guardia Rural), desató una cacería humana contra los jóvenes revolucionarios, que devino asesinato de diez de los 25 asaltantes.
Pero, a pesar de la barbarie dirigida por el teniente Juan Roselló, jefe de la guarnición militar atacada, la Ciudad Monumento enalteció su gloriosa historia precedente con la acción generosa de numerosas familias que, a riesgo de sus propias vidas, salvaguardaron a varios de los bisoños atacantes al cuartel.
«Esa fue una hazaña que secundó la epopeya del asalto, y en la que también se debe ahondar con mayor rigor», expresó en una ocasión, a este diario, Ludín Fonseca, director de la Oficina del Historiador de la ciudad de Bayamo, quien explicó que el mérito partió del hecho de que en el territorio no existían células revolucionarias preparadas para prestar ayuda a los combatientes, ante una situación adversa como la que enfrentaron; «y aun así, sin conocerlos, muchos bayameses arriesgaron sus vidas para salvar a algunos de los jóvenes asaltantes, brindándoles protección en sus casas, siendo parte de traslados encubiertos, u ofreciéndoles ropas, alimentos y medicinas».
Aunque son escasos los textos investigativos sobre este tema –al margen de lo que escribieron en su momento el fallecido periodista Rubén Castillo Ramos y el historiador José Leyva Mestre– las anécdotas que relatan algunas de las peripecias llevadas a cabo por los bayameses para burlar la feroz persecución de los soldados batistianos, aún hoy, a la distancia de 70 años, conmueven e inspiran.
UNA CADENA DE SOLIDARIDAD
Al día de hoy no se ha podido precisar con exactitud cuántas personas, tanto en Bayamo como en poblados aledaños, formaron parte de la cadena de solidaridad que, espontáneamente, se originó para proteger a los bisoños revolucionarios luego del asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes.
Sin embargo, entre los que sobresalieron en ese gesto valeroso figuran personas como Juan Olazábal y Dorca Verdecia, un audaz matrimonio que encontró en la calle –aún vestido de militar y con la pistola en la mano– al jovencito Adalberto Ruanes Álvarez, el asaltante que quizá transitó por más casas en territorio granmense.
«Como había soldados en la cuadra, Olazábal prácticamente lo empujó para que entrara a la casa. Le dijo que lo ayudaría y le dio ropa de civil», contó Dorca años después, a la revista Bohemia.
Adalberto desayunó en la vivienda de Idelisa Marens, la mamá de ella, y luego lo acompañaron hasta la residencia de Roque Vázquez, un luchador contra la tiranía de Gerardo Machado y miembro del Partido Acción Revolucionaria Guiteras, en cuya casa se encontraba su sobrina Georgina Guerra, de apenas 22 años.
«Eran exactamente las 7:25 de la mañana cuando a la puerta de mi casa llegó Juancito Olazábal, su esposa Dorca y un joven blanco, alto, delgado y con el rostro preocupado. Enseguida supe que era uno de los asaltantes al cuartel», relató Georgina (ya fallecida) hace algunos años a esta reportera.
«Ni siquiera lo pensamos; mi tío y yo le ofrecimos la casa para que permaneciera allí mientras encontrábamos otra solución… La gente llegaba y decía ¡mataron a uno por allí, a otro se lo llevaron, pasó uno en un camión!… Había una incertidumbre total; y sí, periodista, sentí miedo entonces, pero el propio Adalberto nos infundió fuerzas, porque era un muchacho muy sereno, ni siquiera estaba preocupado por su destino, sino por el de sus compañeros de lucha».
Luis Ramón Garcés, quien fue uno de los bayameses que contribuyó, junto a Juan Olazábal y a Roque Vázquez, a la protección y traslado de Adalberto Ruanes, también comentó:
«Cuando lo vi le pregunté la edad y me dijo que tenía 21 años. Le dije: Pero tú eres un niño, chico. ¡Qué valor tú tienes para meterte en estas cosas! A lo que el bisoño asaltante contestó: “La Revolución hay que hacerla de esta forma, la juventud tenemos que hacerla”».
Adalberto Ruanes «pasó por más de una casa, incluida la de una señora que con mucho valor nos dijo: “si tengo que acostarlo en mi cama lo acuesto, y puede estar el tiempo que quiera”», agregó Luis.
En tanto, Delio Gómez Ochoa, quien entonces era estudiante de la universidad, narró su participación en la salvaguarda de Adalberto.
«A mi padre le plantearon la posibilidad de darle ayuda a un combatiente del cuartel de Bayamo y él dijo que sí, que lo iba a traer para su casa cerca de Cauto Cristo, donde me encontraba yo, que me ocuparía de darle atención.
«Nosotros permanecimos unos cuantos días junto a él. La finca tenía la particularidad de que tenía un cañaveral y una faja de monte, que a los efectos servía de buen refugio, porque no había otra casa cerca».
Durante ese tiempo, el joven Delio hizo un viaje a La Habana, y le llevó a la madre de Adalberto una carta firmada por él, y la confirmación de que su hijo estaba a salvo. Luego comenzarían los trámites para realizar su traslado fuera de la región, rumbo a la capital.
«Realmente mi ayuda fue mínima. Yo, en el caso de Adalberto Ruanes, en lo que contribuí fue en hacer contacto con su familia en La Habana, estar con él un tiempo y decirle lo que tenía que hacer si llegaba alguien a la casa», señaló, con asombrosa modestia, Gómez Ochoa.
SALVAR A «UN MUERTO VIVO»
De las historias vinculadas con la cruel cacería humana perpetrada por el ejército contra los asaltantes al cuartel de Bayamo, resalta la del joven Andrés García, quien, milagrosamente, logró sobrevivir a los asesinatos en el callejón de Sofía, en Veguitas, donde perdieron la vida dos de sus compañeros: Hugo Camejo y Pedro Véliz.
Poco después se encontró con el agricultor Bernardo Amaya López, quien lo socorrió sin miramientos. «Cuando lo encontré tenía golpes y la marca de la soga con la que lo trataron de ahorcar. Lo escondí, primero, en un campo de caña, a la orilla del pueblo. Allí me contó todo. Que lo habían cogido en Manzanillo, que les habían quitado las prendas, el reloj y el dinero, y que los habían mandado a matar en el callejón de Sofía». Luego de asistirlo, a los días continuó camino.
Pero Bernardo, al ser interrogado sobre el motivo que lo impulsó a arriesgar su vida por un joven desconocido, respondió: «Fue por un motivo de humanidad, porque yo no conocía lo que era una revolución, nunca había oído hablar de una revolución».
CUATRO ASALTANTES BAJO COBIJA CAMPESINA
A sus 18 años, y viviendo en una finca rural (El Almirante) ubicada en las afueras de Bayamo, Ana Viña no imaginó que iba a salvaguardar la vida de cuatro jóvenes heroicos. Ella también narró su experiencia a esta periodista, en 2013.
«Esa mañana, cuando mi papá se levantó, se sorprendió mucho al ver a cuatro guardias frente a la casa. Ellos les explicaron que acababan de tener un encuentro con la Rural, que eran revolucionarios y que necesitaban ayuda para uno de los muchachos, herido en una pierna».
Los cuatro jóvenes eran Raúl Martínez, Ramiro Sánchez, Rolando Rodríguez y Gerardo Pérez (el herido), quienes le pidieron a Fernando Viña (padre de Ana) que localizara en la ciudad a Elio Rosete, único bayamés conocedor de que se realizarían las acciones en el cuartel, para que les enviara penicilina y algo de ropa, pero fue en vano.
«Como Rosete no apareció, mi papá decidió volver, pero en el camino se encontró con un señor de apellido Manso, que le dijo que por nuestras vueltas andaba su hijo Piolo con la Rural, buscando a unos muchachos “revoltosos”.
«Mi padre llegó muy nervioso y decidió sacarlos para un lugar más seguro, pues registrarían la casa. Entonces los llevamos para un montecito cerca de la finca, pero como a las diez de la mañana Gerardo tuvo una hemorragia, que, menos mal, pudimos controlar con la cosuba (especie de emplasto) de una mata de yamagua.
«Los cuatro estuvieron con nosotros un día y una noche, y en todo ese tiempo una avioneta se mantuvo volando bajito, muy cerca de la finca, como si imaginaran que se guarecían allí. Pero nunca lo supieron».
Más adelante, en el camino hacia Río Cauto, los cuatro asaltantes llegaron hasta la finca Punta Gorda, donde fueron recibidos por Tomás Corona Acosta.
«Cuando llegaron a mi casa traían un papel con un lugar al que les habían indicado ir. Pero les dije, por ahí no. Yo los voy a sacar a ustedes de aquí, y no van a tener problemas. Háganse de cuenta que yo soy el padre de ustedes, pero tienen que hacerme caso.
«Estudié el camino por donde iríamos, preparé cuatro caballos y una noche, como a las ocho, salimos. Les dije, yo voy a ir delante con una camisa blanca que me puse y una caja de fósforos en las manos. Si ustedes ven que me paro y raspo un fósforo, piérdanse que hay peligro, pero si no lo hago sigan detrás de mí a una vista».
Así los llevó hasta Cauto Embarcadero (en el camino a Río Cauto). Allí los montó en una chalana para que cruzaran el río y continuaran viaje. «Cuando pasamos el río exclamé: ¡muchachos, ahora sí somos de vida, ya no hay peligro!», contó orgulloso Tomás.
Años despues del triunfo de la Revolución, el asaltante Ramiro Sánchez narró lo vivido en el resto del trayecto hasta La Habana.
«Durante varios días caminamos por el monte. Los campesinos nos daban lo que necesitábamos para sobrevivir. Al principio no les decíamos quiénes éramos nosotros, pero ellos se daban cuenta y, conscientemente, nos daban alimentos, guías y orientaciones. Sin la ayuda prestada por el pueblo difícilmente hubiéramos salvado la vida».