Maraca fue el anfitrión de uno de los más tremendos espectáculos acontecidos en Jazz Plaza 2019: La flauta mágica en la sala Avellaneda
Cuenta el puertorriqueño Néstor Torres que por curiosidad profesional –reconocido él como uno de los grandes intérpretes de su instrumento en la hora actual– acostumbraba a rastrear grabaciones de sus colegas. «Hay varios buenos flautistas, incluso virtuosos, pero no han dejado huellas en mí. Cuando escuché a este cubanito que se llama Orlando Valle, Maraca, dije: “Esto es otra cosa, tiene el extra de los músicos superiores”. Por eso estoy aquí, en su tierra, para celebrar juntos por la flauta».
Maraca fue el anfitrión de uno de los más tremendos espectáculos acontecidos en Jazz Plaza 2019: La flauta mágica. Haber tomado en préstamo el célebre título mozartiano se justificó a plenitud durante hora y media en la escena de la sala Avellaneda, pues Néstor y Maraca, junto a otros ejecutantes, prodigaron magia y excelencia en el dilatado espacio donde confluye el jazz con la tradición de la música popular cubana y su evolución.
La maestría de Maraca llevó al auditorio a recordar cómo en 1994 su sobrado talento como compositor, orquestador, líder e intérprete sirvió de puente para situar en su justo lugar la línea de continuidad entre dos esenciales tamboreros: Tata Güines y Miguel Díaz Angá. Pasaporte, pieza por pieza y en su totalidad, quedó en la historia como una de las joyas de la discografía cubana de fin de siglo.
Completó Maraca su primer acercamiento al público que colmó la sala con una obra que me transportó a los días que ambos compartimos en el Sao Paulo de la década de los 90, al recrear Loro (1981), una partitura original de Egberto
Gismonti, que parte de las raíces del frevo, una de las especies del rico folclor pernambucano, donde no todo, como se piensa, es samba.
Néstor Torres
Llegó el turno a Torres. Ductilidad en el fraseo y coherencia en la construcción del discurso melódico son atributos de una elevada proyección artística, que comenzó por una declaración de principios de su identidad puertorriqueña en el solo inicial y terminó con guiños a lo que la música cubana aportó al mainstream del jazz en la época en que Dizzy Gillespie y Chano Pozo sentaron cátedra con el cubop.
Tanto Maraca como Torres se empinaron sobre las probadas capacidades de un grupo en el que sobresalieron José Portillo en el piano, el percusionista Luis Boffil y el baterista Alejandro Chávez.
Luego Torres se dio uno de los gustazos de su vida: tocar con la orquesta Aragón. «Ustedes se habrán dado cuenta de que soy un jazzista charanguero y esta es la orquesta donde estuvo muchísimo tiempo uno de mis más admirados flautistas, Richard Egües».
La incombustible agrupación, dirigida por Rafaelito Lay, puso a disposición de Maraca, Torres, el maestro José Loyola, de indiscutible linaje charanguero (cómo no evocar a su padre, el cienfueguero Efraín); René Herrera, la jovencita Rosalía Rosales, fruto de la Camerata Cortés creada por El Tosco, y el titular de la Aragón, Eduardo Rubio, piezas clásicas en su repertorio: Guajira con tumbao (Piloto y Vera), Fefita (José Urfé), El bodeguero (Richard Egües) y Pare cochero (Marcelino Guerra). Cada cual en su estilo y con proverbial altura. Como para deleitar el oído y, ¿por qué no?, echar un pie.