No es posible honrar al Héroe Nacional sin reverenciar antes al Martí de carne y hueso, de profundos sacrificios y numerosas renuncias personales, quien «saltó» por encima de su época para convertirse en ese «sol moral» que –a 170 años de su natalicio– aún nos guía
Cuentan que la noche del 21 de marzo de 1881, el verbo encendido de un bisoño orador cubano conmovió a las ilustres familias caraqueñas en el Club de Comercio de la tierra de Bolívar, tras disertar, con elocuencia y hondura, sobre la unidad latinoamericana. «No era un hombre; era el genio viviente de la inspiración», escribió asombrado uno de los jóvenes que allí escuchó hablar a José Martí.
El Apóstol tenía entonces solo 28 años y, sin embargo, su legado patriótico era ya imprescindible para Cuba y América. En menos de tres décadas de existencia, el primogénito de Leonor y Mariano había soportado presidio político y dos destierros por sus ideales independentistas; había contribuido a organizar la emigración cubana en el extranjero, en pos de una nueva contienda libertaria; y había escrito con desgarradora sensibilidad sobre el amor a la Patria y la concepción latinoamericanista. Pero Pepe haría más.
Tanto fue así, que al repasar su vida parece que no hubiera encontrado nunca momento para el descanso, ni minuto para el ocio; y al mismo tiempo se nos revela como el ser humano superior que no solo fundó un partido, creó un periódico y gestó una guerra necesaria, sino que también amó con pasión, tuvo un hijo y «dibujó» sus esencias en versos sencillos.
No obstante, el dolor de una Cuba oprimida bajo el yugo español fue su propio dolor, ese que le acompañó siempre junto a otras penas no menos acuciantes, como las huellas de un grillete asido a su tobillo, las enfermedades del cuerpo o la prematura muerte de tres de sus siete hermanas.
Una cubana que fue su amiga y lo escuchó frecuentemente en la tribuna, señaló que la voz del Maestro era bien timbrada y con inflexiones infinitas. «Hablaba despacio, convencía… pero cuando tocaba el tema de la Patria oprimida y la necesidad de luchar por ella, crecía el caudal de palabras, acelerando el tempo: su voz tomaba acentos de bronce y de sus labios brotaba un torrente. El hombre delgado, de mediana estatura, se agigantaba en la tribuna y el público quedaba cautivado bajo su hechizo».
Y aunque en esa lucha incansable por la libertad de la Mayor de la Antillas el Maestro enfrentó agravios, incomprensiones, carencias, pérdidas irreparables y profundas angustias, nunca renunció a su propósito de amar y fundar, de hermanar hombres, y de soñar una nación soberana con todos y para el bien de todos.
Precisamente por echar su suerte con los pobres de la tierra, padeció junto a ellos grotescas penurias, y aun así no se le escuchó jamás reclamo alguno en beneficio personal, o queja que mancillara su enorme sencillez.
Sobre aquel gigante de la humildad, de poca tienda y mucha alma, Enrique Loynaz del Castillo apuntó: «En su traje, irreprochable por su pulcritud, se traslucía la pobreza», mientras que el abogado Horacio S. Rubens destacó: «…pero jamás vio alguien sobre ellas (sus ropas) una mancha, porque era hombre de escrupulosa limpieza».
Su única joya era un anillo de hierro como insignia de luto por la Patria amada, porque al héroe de Dos Ríos –el «más puro de nuestra raza», al decir de Gabriela Mistral– le bastaba para vestir normalmente, un modesto saco sin etiquetas y zapatos remendados, en tanto cada centavo recaudado por él en su intenso peregrinar por varios países del mundo, pudiera emplearse en favor de la causa emancipadora.
Se ha dicho, además, que aquel caballero de pupila limpia, frente ancha, grueso el bigote y verbo locuaz, vivía errante, comía poco y donde fuera más barato.
Así cosechó el respeto y la admiración el hombre de La Edad de Oro, quien profesó el amor a los niños con la misma fuerza con la que defendió el derecho a la dignidad plena de hombres y mujeres sin importar razas.
Por ello no es posible honrar al Héroe Nacional sin reverenciar antes al Martí de carne y hueso, de profundos sacrificios y numerosas renuncias personales, quien «saltó» por encima de su época para convertirse en ese «sol moral» que –a 170 años de su natalicio– aún nos guía.
QUERER AL MAESTRO
Empinado más allá de ese baluarte que lo retrata como un símbolo de la unidad, el antimperialismo y el latinoamericanismo, el Apóstol se levanta con Cuba todos los días.
Muchas son las razones para afirmarlo, aunque bastaría con recordar que la mayor fuerza de la Revolución habita en su raíz martiana y en ese ejemplo inagotable del más universal de los cubanos, que «es y será guía eterno de nuestro pueblo», tal y como sentenciara Fidel.
Por eso es necesario acercarse más a su vida y obra como nos dijera el Che: « (…) sin pena, sin pensar que se acercan a un dios, sino a un hombre más grande que los demás hombres, más sabio y más sacrificado que los demás hombres, y pensar que lo reviven un poco cada vez que piensan en él y lo reviven mucho cada vez que actúan como él quería que actuaran…».
«En Martí hay una autenticidad, una actitud virtuosa, una pureza, una forma de ver la vida tan generosa, tan noble y tan auténtica, que estremece… Y creo que tenemos que evitar por todos los medios que Martí sea el busto, sea el monumento, sea el que está encaramado en un pedestal», añadiría, años después, Abel Prieto.
Por tanto, no hay mejor forma de querer al Maestro que mantenerlo vivo en nuestras aulas, en nuestros trabajos, en nuestras instituciones culturales, deportivas e históricas… en las esencias de la nación y en el hacer cotidiano.
Porque el Apóstol ha de renacer siempre en el acto noble y heroico; en la unidad y en la solidaridad; en la sonrisa de un niño feliz, o en la grandeza de un país que no se rinde.
Sencillamente, así ha de andar entre los cubanos nuestro Pepe Martí: de frente al sol, con la mirada en el futuro, convertido en memoria viva y en antorcha eterna de la libertad.