Fue el repique de una campana que por vez primera no llamó al trabajo forzoso en los campos, sino al clarín de guerra, el anuncio de una alborada memorable y redentora.
Era 10 de octubre de 1868 y, al calor de una convocatoria insurgente, un estandarte propio en mano firme y un ideal inquebrantable, Cuba despertaba del letargo pasivo frente a siglos de dominación española, para salir a conquistar, de la mano de sus hijos y por el único camino posible –el de las armas–, el derecho genuino de una nación a su libertad.
Nunca antes la Isla había sido más honrada que aquella mañana fundacional en el entonces ingenio La Demajagua, cuando Carlos Manuel de Céspedes se apartara para siempre de su condición de acaudalado criollo bayamés, para erigirse como iniciador y guía preclaro de nuestras luchas independentistas, al convocar al estallido indispensable y lograr hermanar, en una causa justa, a negros y blancos, a ricos y desposeídos.
Allí se dignificaba, en otro gesto sublime de Céspedes, la vida de los esclavos, despojados desde entonces de tal condición, y reconocidos como ciudadanos, con el derecho absoluto a decidir sobre su incorporación o no al combate en la manigua.
Pero el verbo enardecido y los argumentos irrebatibles expuestos en una declaración emancipadora, elevada a Manifiesto, fueron acaso el mayor convite para quienes habían sufrido en carne propia el rigor del látigo y la desidia del gobierno español, y para los que allí decidieron cambiar riquezas por decoro.
«Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!», exclamaría enardecido Céspedes.
Y así fue. Los cubanos se levantaron en nombre de la libertad con más coraje que armas, decididos a abonar con su sangre la tierra patria antes que continuar sometidos al yugo opresor.
Detrás, varias generaciones que harían valer tanta gallardía mambisa. Martí, Guiteras, Villena, Abel, Che, Camilo… Fidel; un ideal que marcó la ruta de los procesos libertarios de la nación hasta el triunfo definitivo de enero de 1959 y que, aún hoy, a 152 años de aquel amanecer irreverente, se abraza en este caimán rebelde con los mismos bríos de octubre.