Tenemos alas. Así decía el tema de la ceremonia de apertura, este martes, de los Juegos Paralímpicos de Tokio-2020, y los atletas convidados, de unas 160 naciones, sentían que se realizaba uno de esos sueños en los cuales, por encima de cualquier problema, vence la voluntad de vivir y confraternizar.
Fue sencilla la representación, sin esos alardes de tecnología que no estarían acorde con el momento crítico que vive el mundo, y en contraste con la realidad de la pandemia que azota, se vio una luz en la alegría de los paratletas que desfilaron, continuidad de la fiesta olímpica y escenario para reconocer la tenacidad expresada en el deporte.
Cuba volvió al gran estadio de la capital nipona, en alto la bandera, esta vez en las manos de los campeones paralímpicos Omara Durand y Lorenzo Pérez, corredora ella y nadador él, seguidos por la comitiva antillana que buscará poner más gloria en el currículo atlético cubano, expresión de verdadera masividad, de un genuino derecho del pueblo.
En los Juegos Paralímpicos brillan las estrellas cada cuatro años, y la belleza de estos certámenes radica en que cada competidor, sobrepuesto a su discapacidad, crece desde el empeño deportivo. Esta cita es un modo de conquistar sus más altas aspiraciones.
Volvieron a ondear las banderas de muchas naciones en el Estadio Olímpico, y fue una gala de fuegos artificiales, y en la coreografía atravesó la escena el vuelo de un avión con una sola ala.
Otra fiesta del deporte y la voluntad comenzó en Tokio.