La mañana de la Santa Ana de 1953, en Bayamo se escribió –a la misma hora que en Santiago de Cuba– una página insigne que dignificó la épica jornada y su posterior trascendencia histórica
Es 26 de julio de 1953 en Bayamo y, justo a las 5 y 15 de la mañana, un intenso y violento tiroteo, que se escucha en la parte alta de la ciudad, sacude a todos los hogares.
Transcurren unos 20 minutos, o un poco más, de una angustiosa y creciente alarma. Luego se escuchan tiros aislados, y seguidamente la urbe despierta, con los primeros claros del día, bajo la incontrolable furia de un ejército impugnado, en su propia madriguera local, por el arrojo de un puñado de jóvenes dispuestos a honrar –si fuera preciso con su propia sangre– la historia patria.
En sus manos llevan las armas. En sus pechos, una naciente rebeldía patriótica; y en sus pensamientos, la prédica martiana de que un «pueblo que se somete, perece».
Pero, ¿qué había ocurrido aquella mañana dominical de la Santa Ana? La respuesta no se haría esperar. Tras la confusión inicial, se supo ese mismo día 26 que el cuartel Carlos Manuel de Céspedes (sede del Escuadrón 13 de la Guardia Rural) había sido atacado por un grupo de bisoños revolucionarios.
También en Santiago de Cuba, un suceso similar, acaecido en esa misma jornada y a la misma hora, había estremecido los cimientos del entonces cuartel Moncada. Allí se había fraguado la acción principal, y en la cuna de Céspedes se había secundado la gesta. Era el Oriente latiendo, otra vez, en el año del centenario del natalicio de Apóstol, en la bravura irredenta de un pueblo decidido a enfrentar la ignominia y a conquistar su derecho a la libertad.
EL PRELUDIO
La mayoría de los jóvenes que se involucraron en la arriesgada acción procedían de la línea más radical del movimiento ortodoxo. Con Fidel de líder, en esa organización la discreción y la disciplina constituían aspectos de estricta obligatoriedad.
«…La lucha no será fácil y el camino a recorrer, largo y espinoso. Nosotros vamos a tomar las armas frente al régimen», había advertido el propio Fidel, en 1952, a los que ingresaban al movimiento.
No obstante, el plan de las acciones del 26 de Julio era secreto. Solo lo conocían «Alejandro» (Fidel), Abel Santamaría (segundo jefe), Raúl Martínez Arará (jefe de una de las células) y algunos miembros, con el propósito de evitar que la información se filtrara al ejército. Incluso, los asaltantes no estuvieron al tanto de los pormenores de la acción hasta pocas horas antes de llevarla a cabo.
En Bayamo la acción era fundamental, porque con el asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes se pretendía ubicar las avanzadas del movimiento liberador en las riberas del río Cauto, e impedir, con la posterior voladura de los puentes de acceso a la región (una misión encargada a los mineros de Charco Redondo, en Jiguaní), que tropas del ejército de Holguín y Manzanillo pudieran auxiliar a sus homólogas en Santiago de Cuba.
La ciudad también tenía atributos históricos que refrendaban su valía. Cuna de la Nacionalidad Cubana, del Padre de la Patria y de varios próceres independentistas; asiento del primer Gobierno libre de la República en Armas, y tierra donde se entonó por vez primera el Himno Nacional, Bayamo inspiraba certeza y confianza.
En ella harían historia nuevamente 25 jóvenes que, divididos en cuatro grupos al mando de Raúl Martínez, Antonio (Ñico) López, Pedro Celestino y Hugo Camejo, habían llegado a la urbe en las jornadas previas a la alborada del 26 de Julio.
El albergue escogido para los asaltantes fue el hospedaje Gran Casino, propiedad de Juan Martínez, el cual se encontraba situado a dos cuadras del cuartel, y estaba en venta desde hacía dos años. Como se sabe, Renato Guitart lo había alquilado para establecer un supuesto «negocio de pollos».
En ese local se vivió un momento significativo, cuando alrededor de las diez de la noche del 25 de julio de 1953, Fidel, antes de continuar viaje hacia Santiago de Cuba, sincronizó su reloj con el de Raúl Martínez, y ultimó detalles. Solo horas después, en la madrugada, el grueso del comando conocería los pormenores de la acción.
Sin embargo, el único bayamés que sabía sobre la acción: Elio Rosette, un matancero radicado en la urbe y conocido de los guardias del enclave militar, había pedido permiso, la tarde antes, para ver a su familia y no regresó. Al faltar a su palabra de guiar a los revolucionarios al lugar del hecho, obligó a cambiar el plan previsto.
Fue así como falló el factor sorpresa.
DESPERTAR DE REBELDÍA
Obligados a transformar su estrategia inicial, algunos de los asaltantes avanzaron por la parte trasera del cuartel, donde tropezaron con latas vacías que provocaron ladridos de un perro y algarabía de caballos, al punto de poner sobre aviso al vigilante.
Precisamente, el soldado Indalecio Estrada Calderón, quien fue el primero en ver a los revolucionarios aquel amanecer, años después contaría: «Yo me encontraba de guardia ese día, y a las 5 y 15 estaba por el establo dándole vueltas a la posta. Miré y vi el grupo que venía, y como eran (supuestos) militares grité: ¡Alto quién va! Me contestaron con una rafaguita de tiros automáticos y me decían: ¡Ríndete, ríndete!
«Entonces fue cuando yo le pegué la ametralladora (…) Los guardias se levantaron y empezaron a tirar por las ventanas. No sabían a quiénes le tiraban, y a Navarro, que estaba cerca de ellos, le dieron un tiro en el brazo. Fue el único herido de los nuestros. No hubo muertos de ninguna de las partes enfrentadas».
Por su parte, el asaltante Ramiro Sánchez relató: «Lo que ocurrió es más conocido, se frustró el factor sorpresa, el grupo del fondo chocó con una cerca nueva y latas vacías; vino el ¡Alto! desde dentro y de inmediato el tiroteo. Nos enredamos, aquello no duró más de media hora, pero tiramos todas las balas que teníamos. No contábamos con la experiencia suficiente.
«Yo, con mi calibre 22, disparaba hacia donde veía las llamitas que brotaban de los fusiles de los guardias… Bajo el intenso tiroteo, Ñico López, con una serenidad admirable, pedía una pinza o un alicate para cortar los pelos de alambre de la cerca que se nos interponía.
«Los gritos de ¡Abajo la tiranía! ¡Viva Cuba libre!, enardecían a los asaltantes. Durante casi 15 minutos nos enfrascamos en un combate desigual. La ametralladora instalada por los guardias modificó notablemente la situación del encuentro armado. Sobre nuestras cabezas, a los lados y delante, las balas destrozaban todo lo que se les interponía.
«En uno de mis flancos, creo que en el izquierdo, oigo un quejido de dolor. Era Gerardo Pérez Puelles. Una bala le había entrado por un muslo. Se lo digo a Raúl Martínez y me responde que el asalto no tenía más perspectivas. “De aquí no podemos avanzar más”, me dijo enfáticamente. La ametralladora situada a unos 30 metros era la que más daño nos hacía. La retirada se inició paulatinamente».
No obstante, a pocos minutos de culminado el asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes, cerca del parque San Juan, Ñico López, al frente de un pequeño grupo, y parapetado en una estatua de Tomás Estrada Palma, fulminó con su escopeta al sargento Gerónimo Suárez Camejo.
El suceso desató la furia del teniente Pando, jefe de la guarnición, quien indicó capturar a todos los sospechosos, y poco después se dio la orden de matar a diez revolucionarios por cada baja del régimen.
El baño de sangre que sobrevino en lo adelante fue descomunal.
La lista de los asesinados la engrosaron Mario Martínez y José Testa (asesinados en Bayamo); Hugo Camejo y Pedro Véliz (en Veguitas); Pablo Agüero, Luciano González, Rafael Freyre y Lázaro Hernández (en la finca Ceja de Limones); y Rolando San Román y Ángel Guerra (quienes, paradójicamente, aparecieron, semanas después, en el listado de muertos de los asaltantes al cuartel Moncada, en Santiago).
Pero los sobrevivientes de aquella generación gloriosa no dejaron impune la barbarie. A pesar de la derrota militar, ambos asaltos (en Bayamo y en Santiago) se convirtieron en empuje decisivo para emprender la lucha armada que condujo al triunfo de enero de 1959.