
Por Tairis Montano Ajete
Lo que hizo Atabey en el cierre del carnaval de Sandino no fue solo música: fue una declaración de principios. Una descarga sonora que no pidió permiso para entrar, que se metió en el cuerpo como un tambor bien afinado y nos recordó que el arte, cuando es honesto, no necesita adornos ni discursos. Solo necesita sonar.
La banda no tocó: irrumpió. Con una sonoridad que no se disculpa, que no busca gustar sino existir, Atabey se plantó como quien sabe que lleva 30 años haciendo esto y que no tiene nada que demostrar. El piquete está bueno, sí. Pero más que bueno: es urgente, es real, es nuestro.
Y ahí estaba Omar Iván Rodríguez Medina, director, fundador, visitante ilustre y, por qué no decirlo, agitador cultural. Su presencia no fue diplomática: fue simbólica. Porque cuando un artista regresa al pueblo con su obra, no viene a saludar. Viene a reafirmar que el arte es territorio.
Este carnaval no cerró: se abrió a nuevas memorias, a nuevas voces, a la certeza de que la cultura no es decoración, es resistencia, es comunidad; es Atabey sonando en Sandino como si el mundo estuviera escuchando.