CrónicaSociedad

Rafael, pescador de los días que nadie cuenta

Por Tairisi Montano Ajete

Al puerto de La Fe no se llega: se pertenece. Y Rafael Rodríguez es parte del puerto como el salitre en los muelles, como las historias que nunca se escriben pero todos conocen. 

Desde los siete—o quizás fueron ocho, ¿qué importa?—ya iba con los pies mojados y la esperanza envuelta en pita. La escuela quedaba en tierra, pero su aprendizaje real era allá, donde el cayuco se mecía entre peces invisibles y el mar hablaba sin palabras.

Veinte centavos por pescado. No era negocio, pero a Rafael no le importaba. Porque cuando un pez muerde la pita, no se vende solo carne: se entrega historia, se comparte suerte. 

Dice él que el palangre tiene técnica, pero la pita… la pita tiene alma. Es contacto directo. Es como si el mar le susurrara: “Aquí estoy, Rafael.” Y él le cree. Siempre le ha creído. Porque Rafael no pelea contra el mar, lo acompaña. Nunca ha tenido susto, ni cuando el cielo se encabrita, ni cuando la corriente juega rudo. 

Cuarenta años cargando madera en la forestal, y sin embargo, el salitre nunca se le fue de las manos. Porque lo suyo no es solo pescar: lo suyo es esperar. Es entender que no todo llega cuando uno quiere, pero siempre llega si se tiene paciencia.

Dice que va a pescar hasta que pueda. Y uno se lo imagina, con el cuerpo ya cansado pero el alma tan fresca como el primer día. Porque hay hombres que envejecen, pero hay otros que se vuelven leyenda. Rafael, con su cayuco, con su pita, con su silencio y su terquedad, es uno de esos.

Él no lo sabe, pero cada vez que lanza el hilo, es como si tirara al agua sus recuerdos, sus certezas, sus preguntas. Y cuando lo recoge, no siempre hay pescado. A veces hay respuestas.

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