
José Martí cayó en Dos Ríos con los grados de Mayor General del Ejército Libertador, dados ya en campaña en cónclave realizado días previos en la finca La Mejorana. Cabalgaba, dicen, con su ropa de domingo en un brioso corcel blanco, regalo de su amigo y admirador José Maceo
Por Tairis Montano Ajete
El 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, la historia se estremeció. José Martí, el hombre que soñó la libertad con la misma intensidad con la que la luchó, cayó en combate. No fue un soldado cualquiera, no fue un guerrero más en la manigua; fue el alma de una nación, el verbo convertido en fuego, la palabra hecha fusil.
Dicen que aquel día el sol ardía más que nunca, como si supiera que iba a despedir a uno de los suyos. Martí, vestido de negro, montó su caballo y avanzó, desoyendo las advertencias de Máximo Gómez. No era hombre de quedarse atrás. No era hombre de ver la guerra desde lejos.
El disparo llegó como un trueno. Su cuerpo cayó, pero su espíritu se alzó. No hubo tiempo para discursos, no hubo espacio para despedidas. Solo el eco de su lucha, el peso de su legado, la certeza de que su muerte no era un final, sino un principio.
Porque Martí no murió en Dos Ríos. Martí se multiplicó en cada joven que alza la voz, en cada pueblo que resiste, en cada verso que aún arde en las páginas de su obra.
Su caída no fue derrota. Fue el último relámpago antes de la tormenta que liberaría a Cuba.