
Por Tairis Montano Ajete
La primera vez que María del Carmen Sánchez Cáceres subió los escalones de la Asamblea Municipal del Poder Popular fue en 2007. No traía manuales ni respuestas. Traía algo más difícil de enseñar: disposición. Venía del mundo de la educación, como metodóloga ATP, donde aprendió a cuidar libros, horas de clase y sueños de otros. Pero la política, ese otro mapa, estaba por descubrirse.
Al principio no fue fácil. La Asamblea era un mar con corrientes nuevas: salud, acueducto, deportes, comercio, presupuesto. Hubo un momento en que pensó en irse. “Yo no estudié esto,” decía, con esa sinceridad que no busca ni huir ni excusarse, solo reconocer el peso. Pero se quedó.
En 2010 se graduó de máster. Pero su verdadera escuela fueron las personas: los presidentes: Osmani, Anulfo, Luis Hernández, Mairín, Julio César… nombres que marcaron cada pasillo, cada sesión, cada madrugada de papeles y decisiones. María se subordinó sin perderse. Supo que obedecer también es construir.
Y aunque dicen que es regañona, sus regaños no son castigo: son cuidado envuelto en carácter. Cada vez que alzaba la voz, lo hacía por respeto al oficio, a la gente, a la necesidad de que todo saliera como debía. Es de esas funcionarias que no permitían que la negligencia le ganara al deber.
Después llegó la jubilación. Y luego, como quien deja la puerta entornada, regresó por un tiempo más. Porque hay batallas que no terminan cuando el reloj lo dice. Pero finalmente, decidió cerrar el ciclo. Se fue con gratitud, no con vacío. Sin ruido, sin aspavientos, como quien sabe que el deber cumplido también merece descanso.
Hoy ya no firma resoluciones. No organiza sesiones. Pero queda su forma de hacer las cosas, que sigue siendo brújula en la memoria de quienes continúan. Porque María no solo fue parte de la Asamblea. Fue parte de su pulso.
Y cuando alguien la recuerda, no dice solo “María trabajó aquí”. Dice algo más profundo: “María fue de las que se quedó hasta que todo salió bien.”
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