
Crónica para los que olvidaron cómo se siente estar presentes
Por Tairis Montano Ajete
Hay una nueva especie caminando por las calles. No tiene alas ni garras. No vuela ni muerde. Pero da miedo.
Son humanos, sí. Pero con la mirada clavada en una pantalla.
Gente que ya no mira.
Van por la acera como zombis elegantes. Con el teléfono en la mano como si fuera brújula, escudo, espejo. No saludan. No se detienen. No ven al niño que juega, al viejo que espera, al perro que cruza. No ven nada. Solo deslizan el dedo. Scroll. Like. Emoji. Silencio.
Y un día, sin darte cuenta, estás en una sala con gente que quieres. Tu madre, tu pareja, tu hijo. Todos ahí.
Pero nadie está.
Cada quien con su teléfono. Cada quien en su mundo.
Y el silencio no es paz. Es ausencia.
Nadie se mira.
Nadie pregunta.
Nadie escucha.
Y entonces te das cuenta de que hace días no ves los ojos de esa persona que duerme contigo. Que hace semanas no hablas con tu padre sin que él revise el móvil a mitad de frase. Que tu hijo te cuenta algo y tú le dices “ajá” sin levantar la vista.
Y te duele.
Pero no lo dices.
Porque tú también lo haces.
Nos hemos convertido en sombras con Wi-Fi.
En cuerpos presentes con mentes lejos.
En dedos que escriben rápido pero corazones que ya no se abren.
Nos mandamos corazones por WhatsApp, pero no nos abrazamos.
Nos reímos con memes, pero no con la gente.
Nos enteramos de todo, menos de lo que pasa en casa.
Y lo más triste: creemos que estamos conectados.
Pero estamos solos.
Profundamente solos.
¿Hace cuánto no miras a alguien a los ojos sin distracciones?
¿Hace cuánto no escuchas una historia sin revisar el teléfono?
¿Hace cuánto no estás, de verdad, en un lugar?
No se trata de demonizar la tecnología.
Se trata de recordar que el amor no vibra.
Que la ternura no tiene notificaciones.
Que la presencia no se puede mandar por mensaje.
Un día, alguien va a dejar de hablarte.
No por rabia.
Sino por cansancio.
Porque hablarle a alguien que no está, aunque esté al lado, es como gritarle a una pared.
Y ese día, vas a mirar el teléfono.
Y no va a haber mensaje.
Ni llamada.
Ni emoji que repare lo que no supiste cuidar.
Por eso, ahora, mientras puedes, hazlo.
Apaga el teléfono.
Mira.
Escucha.
Toca.
Quédate.
Porque la vida no está en la pantalla.
Está en los ojos de quien te ama y te está esperando.
Sin decirlo.
Pero esperándote.