
Por Tairis Montano Ajete
La Sierra Maestra no fue solo un escenario de guerra. Fue un santuario de encuentros, de silencios que hablaban más que los discursos, de miradas que tejían pactos invisibles. Allí, entre la humedad de la tierra y el susurro de los árboles, nació una amistad que no se escribió en papel, sino en fuego: la de Fidel y Camilo.
Camilo Cienfuegos no caminaba, flotaba. Su sombrero alón parecía una extensión del cielo, y su sonrisa, una chispa que encendía la esperanza en los corazones cansados. Fidel lo observaba desde la sombra de sus pensamientos, reconociendo en él no solo al guerrillero, sino al hombre que hacía de la alegría una estrategia de combate.
—Camilo era el hombre de confianza, el amigo leal, el compañero alegre —diría Fidel años después, con la voz cargada de recuerdos que no cabían en palabras.
Una noche, mientras la montaña dormía y el fuego improvisado crepitaba como si supiera secretos, Camilo se acercó con esa ligereza que solo tienen los que no temen.
—Esta Revolución no es de uno, es de todos —dijo—. Y si no es con alegría, no vale la pena.
Fidel soltó una carcajada que rompió el silencio como un trueno suave.
—Tú sí que sabes encender más que fogatas, Camilo. Enciendes corazones.
Y así era. Camilo no necesitaba discursos largos ni gestos grandilocuentes. Bastaba su presencia para que la esperanza se sintiera menos lejana. En Yaguajay, su estrategia fue tan humana como eficaz. No solo venció al enemigo: conquistó al pueblo.
—Camilo no conocía el miedo —dijo Fidel ante los suyos—. Era el tipo de hombre que hace historia sin proponérselo.
Cuando la Revolución triunfó en enero de 1959, La Habana los recibió como hijos pródigos. Camilo, con la humildad que lo vestía mejor que cualquier uniforme, dijo:
—No hemos venido a mandar, sino a servir.
Fidel lo miró con ojos de hermano, de cómplice, de testigo.
—Tú eres el pueblo vestido de guerrillero.
Pero el destino, ese escritor caprichoso, decidió cerrar el capítulo de Camilo con una página en blanco. Su avión nunca llegó. El cielo se lo tragó sin explicación, como si la historia no supiera cómo despedir a los imprescindibles.
Fidel, con la voz quebrada por la ausencia, dijo:
—Camilo no ha muerto. Vive en cada joven que sueña con justicia.
Y así, cada 28 de octubre Cuba lanza flores al mar. No solo por el comandante perdido, sino por el amigo eterno. Porque hay revoluciones que se ganan con fusiles, pero se sostienen con almas como la de Camilo. Y Fidel lo supo siempre.
Camilo no fue solo un hombre. Fue un gesto, una risa, una convicción. Fue la ternura en medio del combate. Y en cada flor que toca el agua, en cada joven que se atreve a soñar, su espíritu sigue caminando ligero, como aquella noche en la Sierra, cuando encendió algo más que una fogata.
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