
Por Tairis Montano Ajete
Era 1988. El mundo aún no sabía cómo nombrar el miedo que se propagaba en hospitales, barrios y cuerpos silenciados. El VIH/SIDA no solo era una epidemia médica: era una herida social, una condena moral, una sombra que caía sobre los marginados. Pero ese 1 de diciembre, por primera vez, la humanidad se atrevió a mirar de frente.
La Organización Mundial de la Salud, junto con la ONU, proclamó el Día Mundial contra el SIDA. No fue una celebración, fue un acto de conciencia. En plazas, escuelas, radios y periódicos, el lazo rojo comenzó a dibujar una nueva narrativa: la del derecho a vivir, a saber, a cuidar.
En Nueva York, activistas colocaron velas frente al hospital Saint Vincent. En París, se leyeron nombres de los que ya no estaban. En La Habana, médicos y estudiantes debatieron sobre prevención y ética. Cada gesto era una forma de decir: “Estamos aquí. No somos invisibles.”
Ese día no hubo grandes desfiles ni discursos triunfalistas. Hubo silencio, respeto, y sobre todo, una promesa colectiva de no volver a callar. El VIH/SIDA dejó de ser un susurro clínico y se convirtió en una causa humana.
Desde entonces, cada 1 de diciembre recuerda aquel primer grito. No fue perfecto, pero fue valiente; porque cuando el mundo decide mirar el dolor con dignidad, comienza a sanar.





