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Crónica a mi padre, Pedro Montano

Por Tairis Montano Ajete

Hay personas que no hacen ruido, pero transforman el mundo. Caminan despacio, como si no quisieran molestar al viento, y sin embargo, allí por donde pasan el alma de los demás florece. Mi padre, Pedro Montano, es una de esas personas.

No se deja ver con estruendos ni discursos. Su presencia es un susurro de calma, un gesto que consuela, una mirada que comprende sin pedir explicación. Quienes lo conocen saben que no necesita imponerse: su grandeza está en la sencillez, en esa forma de estar que hace sentir a otros que también tienen un lugar sagrado en el mundo.

Lo define el humanismo sin etiquetas, el que se manifiesta en detenerse a escuchar a quien nadie oye, en compartir aún lo que apenas alcanza, en dignificar con su mirada incluso las pequeñas derrotas de la vida. Es un hombre noble, pero su nobleza no busca ornamento: está hecha de actos callados, de fidelidad sin aplausos, de bondades que sólo Dios y el corazón conocen.

Y por encima de todo, lo envuelve la humildad, como una luz mansa que no enceguece, pero guía. Porque mi padre no busca sobresalir, sino servir. No pretende enseñar, pero educa con el ejemplo. No ha deseado brillar, y sin embargo, su vida ilumina.

Hoy, en el Día de los Padres, no le escribo un homenaje: le extiendo el alma. Le devuelvo, en palabras, un poco de la paz que siempre me ha dado. Porque si existe un hombre que representa lo esencial, es él.

Gracias papá, por ser tierra fértil, sombra fiel y aliento sagrado. Que la vida te siga regalando lo que tú sembraste: amor, respeto y calma.

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