
Por Tairisi Montano Ajete
Lo vi crecer con las manos manchadas de tempera y los ojos llenos de asombro. Cuando otros niños dibujaban casas con techos rojos, él trazaba árboles que parecían tener alma y cielos que lloraban en azul cobalto. Mi hijo, Danilo, nació con los pinceles debajo de la piel.
Lo crié entre meriendas y sueños, entre ternuras y temores de madre que aprende, que acompaña, que se desvela. Vi cómo fue tallando su carácter con la misma paciencia que tallaría madera o esbozaría cuerpos y rostros sobre el lienzo. Pero más allá del artista, lo que siempre me desbordó fue el ser humano: ese hombre que camina con la nobleza discreta, que ayuda sin exhibirse, que ama sin condiciones.
Hoy lo miro desde otra orilla. Ya no soy solo la que lo cuida, sino la que lo admira. Veo en él a un padre que abraza a Diego y a Dylan con la misma ternura que una vez lo envolvió a él. Y también a Onel, ese hilo extendido del amor. En cada uno de sus hijos, Danilo vuelve a nacer, esta vez no como niño, sino como legado.
Sus colores ya no están solo en los cuadros: están en las meriendas que prepara, en los juegos que inventa, en la mirada con la que enseña a sus hijos a ver el mundo con ojos de arte y corazón abierto.
Y yo, su madre, agradezco al tiempo por haberme permitido ser testigo de su evolución: de aquel niño que dibujaba soles con crayolas, al hombre que ahora pinta su vida con responsabilidad, dulzura y belleza.
Porque si es cierto que la vida es una obra, Danilo ha sabido hacer de la suya una pintura serena, llena de alma, verdad y ternura.