
Por Tairis Montano Ajete
Cuando Yirelvis Pérez Cordero hizo su maleta en 2021, no solo guardó reactivos, bata blanca y esfigmomanómetro. Guardó silencios. Guardó temores. Guardó despedidas.
Iba rumbo a Monagas, Venezuela, a cumplir misión como laboratorista. La pandemia la esperaba al otro lado, junto con un país distinto y un laboratorio que no conocía aún sus huellas.
Los primeros días fueron un sacudón. Las mascarillas no cubrían el susto, los protocolos no calmaban el alma. Cada muestra que llegaba era una historia. Cada resultado, una esperanza. «No imaginé que fuera tan duro» -dijo luego, ya con la voz más serena. «Pero el amor de los pacientes me sostuvo.»
Mientras en Cuba su familia miraba el reloj y contaba los días, ella tejía historias con glóbulos, cifras y registros, enfrentando no solo el virus, sino la soledad, el idioma distinto, la rutina ajena. Pero cada jornada en el laboratorio se convertía en una causa. Y cada rostro agradecido era un abrazo.
No era solo ciencia: era resistencia. En tierra extraña, el bisturí de las emociones corta hondo. Porque dejar la casa, los compañeros, el café de la esquina, también duele. Pero Yirelvis lo vivió como quien sabe que la entrega tiene sentido. «Crecí. Me reconstruí en otro lugar. Vi cosas que me hicieron mirar distinto.»
Hoy ha vuelto. Vuelve a caminar las calles de Sandino como quien guarda una historia entre tubos de ensayo. Y aunque no lleva medallas, sí carga el reconocimiento invisible de quien salvó vidas con humildad y valor. Lo que vivió en Venezuela no está en un resumen técnico: está en su mirada.